¿Crisis en Navidad o Navidad en crisis?
Hay días en que a pesar de las inclemencias meteorológicas tengo la necesidad de salir a pasear por la ciudad. Hoy era uno de esos días y, a pesar de la incesante llovizna, decidí calzarme unas zapatillas, enfundarme el chubasquero y salir a recorrer las calles de Barcelona antes de las aglomeraciones navideñas.
Entro en el metro y consigo sentarme. Concentrada en jugar con mi teléfono, detecto de reojo un movimiento extraño, levanto la mirada alertada y sorprendida. Un hombre se arrodilla en el suelo del vagón y lo examino mientras habla “señores, ayúdenme por favor, tengo dos hijos y hace tiempo que no trabajo”. Se le ve famélico, mirada triste y al borde de las lágrimas.
Bajo la mirada conmovida, pero sin poder hacer nada, segura que a lo largo de la tarde encontraré algunas personas más pidiendo, clase media profesional que hace unos años lo tenían todo y hoy, sin trabajo, no tienen nada; y, por perder, han perdido hasta la esperanza.
Salgo del metro y sigue lloviendo, camino unos pasos y me paro impresionada por la iluminación de la calle Balmes; miles y miles de bombillas encendidas ¿cuántas familias se podrían alimentar con la electricidad que consumen en una hora?
El Passeig de Gràcia está lleno de gente, que preparan elegantes carpas llenas de ropas, bebidas y tapas. Bellas azafatas esperan la llegada de los clientes y curiosos del Shopping nitght, destinado a estimular el deseo por las compras Navideñas.
En mi caso no es así, sólo salí a caminar y los imputs que recibo no me estimulan demasiado; sigo caminando por las calles iluminadas sorteando la marea de paraguas y, como imaginaba, me he cruzado con otra persona que pedía limosna sentada sobre unos cartones mojados. Miro hacia el cielo adornado con bombillas de colores, iluminando por igual a ricos y pobres; ricos cada vez más ricos y clase media profesional, cada vez más pobres.
Cansada de tantos contrastes y sin poderme evadir, decido volver a casa. Dos horas y media más tarde, diez quilómetros y 400 calorías después entro en el metro nuevamente. Consulto mis correos electrónicos para hacer más llevadero el trayecto, entre los que hay uno de una Personal Shopper ofreciéndome sus servicios y, que sin poderlo evitar, me arranca una irónica sonrisa después de todo lo visto.
Una música de acordeón llama mi atención, en ese momento entran dos niños de unos doce y ocho años tocando un villancico “pero mira como beben los peces en río”, mientras el pequeño pasa un vaso de papel invitándonos a poner unas monedas dentro, el mayor sigue tocando “pero mira como beben por ver…..” Desaparecen dos paradas después sin haber conseguido una limosna, posiblemente porque la situación de los pasajeros no es mucho mejor.
Cuando abandono el tren, tarareando inconscientemente la musiquita del villancico, por megafonía se escucha “Por su seguridad, esta estación está dotada de cámaras de videovigilancia”. En ese momento, y por no sé qué extraña asociación de ideas, llego al límite y me indigno: ¿dónde narices estaban las cámaras de videovigilancia cuando los bancos, los corruptos y los amiguísimos nos robaban y estafaban impunemente? ¿No son ellos los responsables de la situación desesperante en que se encuentran muchas de las personas con las que me he cruzado hoy?
Mi primera experiencia navideña no ha sido muy buena, es uno de esos momentos en los que te gustaría desaparecer por un mes en una isla desierta o hacerme anacoreta hasta que pasen las fiestas, esas fiestas donde tienes que parecer feliz, comer como si no lo fueses a hacer nunca más y felicitar a personas que incluso te caen fatal. Mientras, las diferencias se apreciarán mucho más, pero muchos no se atreverán a confesar su infelicidad porque nadie les entendería, porque en Navidad todas las personas parecen estar obligadas a ser felices.
Entro en el metro y consigo sentarme. Concentrada en jugar con mi teléfono, detecto de reojo un movimiento extraño, levanto la mirada alertada y sorprendida. Un hombre se arrodilla en el suelo del vagón y lo examino mientras habla “señores, ayúdenme por favor, tengo dos hijos y hace tiempo que no trabajo”. Se le ve famélico, mirada triste y al borde de las lágrimas.
Bajo la mirada conmovida, pero sin poder hacer nada, segura que a lo largo de la tarde encontraré algunas personas más pidiendo, clase media profesional que hace unos años lo tenían todo y hoy, sin trabajo, no tienen nada; y, por perder, han perdido hasta la esperanza.
Salgo del metro y sigue lloviendo, camino unos pasos y me paro impresionada por la iluminación de la calle Balmes; miles y miles de bombillas encendidas ¿cuántas familias se podrían alimentar con la electricidad que consumen en una hora?
El Passeig de Gràcia está lleno de gente, que preparan elegantes carpas llenas de ropas, bebidas y tapas. Bellas azafatas esperan la llegada de los clientes y curiosos del Shopping nitght, destinado a estimular el deseo por las compras Navideñas.
En mi caso no es así, sólo salí a caminar y los imputs que recibo no me estimulan demasiado; sigo caminando por las calles iluminadas sorteando la marea de paraguas y, como imaginaba, me he cruzado con otra persona que pedía limosna sentada sobre unos cartones mojados. Miro hacia el cielo adornado con bombillas de colores, iluminando por igual a ricos y pobres; ricos cada vez más ricos y clase media profesional, cada vez más pobres.
Cansada de tantos contrastes y sin poderme evadir, decido volver a casa. Dos horas y media más tarde, diez quilómetros y 400 calorías después entro en el metro nuevamente. Consulto mis correos electrónicos para hacer más llevadero el trayecto, entre los que hay uno de una Personal Shopper ofreciéndome sus servicios y, que sin poderlo evitar, me arranca una irónica sonrisa después de todo lo visto.
Una música de acordeón llama mi atención, en ese momento entran dos niños de unos doce y ocho años tocando un villancico “pero mira como beben los peces en río”, mientras el pequeño pasa un vaso de papel invitándonos a poner unas monedas dentro, el mayor sigue tocando “pero mira como beben por ver…..” Desaparecen dos paradas después sin haber conseguido una limosna, posiblemente porque la situación de los pasajeros no es mucho mejor.
Cuando abandono el tren, tarareando inconscientemente la musiquita del villancico, por megafonía se escucha “Por su seguridad, esta estación está dotada de cámaras de videovigilancia”. En ese momento, y por no sé qué extraña asociación de ideas, llego al límite y me indigno: ¿dónde narices estaban las cámaras de videovigilancia cuando los bancos, los corruptos y los amiguísimos nos robaban y estafaban impunemente? ¿No son ellos los responsables de la situación desesperante en que se encuentran muchas de las personas con las que me he cruzado hoy?
Mi primera experiencia navideña no ha sido muy buena, es uno de esos momentos en los que te gustaría desaparecer por un mes en una isla desierta o hacerme anacoreta hasta que pasen las fiestas, esas fiestas donde tienes que parecer feliz, comer como si no lo fueses a hacer nunca más y felicitar a personas que incluso te caen fatal. Mientras, las diferencias se apreciarán mucho más, pero muchos no se atreverán a confesar su infelicidad porque nadie les entendería, porque en Navidad todas las personas parecen estar obligadas a ser felices.
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